domingo, 10 de noviembre de 2019

Reseña de Lapso de ELEM (Autoproducido, 2019)


Dotada de una voz superlativa, abre con ukelele en Mi yo, que aparece como single de adelanto, con ese reverso ingenuo que vio crecer a su vera a Suzanne Vega o los momentos más atrevidos de Gloria Van Aerssen, que hacían de los cotidiano un experimento sonoro. Laura Cebrián se maneja al piano y sabe quién es Mike Garson -alguna vez lo ha emulado en directo-, se defiende como hacía la Lliso, cuando pedía más violines o confundía los agujas con arpones, en Irreversible, practica la claudicación íntima en Personas alimenta con aires de trip-hop orgánico, con pinceladas confesionales, como en aquellos viejos tiempos cuando se cantaba a Capricornio y los Bronski mandaban en la ciudad que nunca dormía. Dentro de la paleta que maneja la compositora aragonesa hay momento para jugar a la rumba urbana en Quejas (primer videoclip), con una nutritiva guitarra española, palmas y un fraseo que nos recuerda a aquella maravilla que fue Pastora o arremolinarse en el recuerdo familiar de Cretinus, donde recordamos que cuesta más hacer reír que llorar, una oda a todos los Andy Kauffman del mundo, delicados como el cristal del que está hecho el cielo y cortantes como las cuerdas de una guitarra que se desafina con lágrimas. Pop lúcido en Como el lobo a su manada, agua fresca como un abrazo, garganta que exhala un alma cálida que la emparenta en ese arte transitivo que va desde Patty Pravo hasta Amaral pasando por la Rosenvinge de Flores Raras.


Con una producción exquisita a cargo de Chechu Martínez desde Séptimo Cielo, la portada de Jaime Oriz (cada vez más referente en la captura de aquello inmaterial que sobrevuela cuando hay belleza por el medio) y padrinos que son ya historia viva de nuestra música, Laura Cebrián se despereza en mitad del pantano de nuestra escena dispuesta a oxigenar las movedizas arenas que nos aprisionan.

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