martes, 12 de mayo de 2020

Unas palabras sobre La miradora de David Giménez Alonso (Comuniter, 2019)


Vuelve David Giménez – Librería Anónima

David Giménez caminó por el pasillo de su casa hasta la puerta. La abrió y miró fuera. Escuchó sirenas, unas con cola y otras recorriendo Remolinos controlando que nadie se saltara el confinamiento. Las promesas de las primeras no tenían suficiente dulzura, se dio media vuelta y se quedó en su casa. Era el final del 2018 y el viaje había comenzado dos años más tarde. Sobre la mesa de la cocina extendió un mapa mudo y comenzó a pintar sobre él-podría haberle hablado, pero no le hubiera contestado, era mudo, el mapa, “Que no haya respuesta es en sí una respuesta”-, marcó con muchas cruces, trasuntos del Yukón como Gallake, Niu Yol como Nueva York, David Giménez era como un Battiato de la ribera buscando “las ciudades sagradas son difíciles de habitar”, besando el papel como si no hubiera uvas pasas, calmando su explorador interior mostrando su peor cara. La miradora es como Salgari o Lovecraft escribiendo poemas sobre el mundo sin salir de su casa, como aventurarse a una distopía con las instrucciones caducadas. Hay ciertas ciudades a las que hay que ir bien comido, como pasa con el whisky y como se decía antes de algunas mujeres, “Qué será lo próximo, una lluvia sin fondo, sin principios..”, lo siguiente es agachar la cabeza, silbar a Devendra Banhart, escupir sobre los ángulos rectos de Lisboa, morder la dinamita como si fuera regaliz de palo. El amor construido en inviernos nucleares, un amor pálido y ligero “Te tapabas con una manta que siempre llevabas a tu lado/una manta como un matrimonio blanco”, como Marie Laforet escribiendo una postal el última día de su vida “Y también comienzo a nadar/debajo de los pasos de cebra está el mar/los otros poetas de mayo no decían eso/se quedaron en la playa.” En Mostar la mujer de Lot, atrapada en la sal de la muerte, en Turín, una vecchia signora que le dice a su marido “la espuma es el miedo del mar” mientras le acaricia la mano. Iglesias donde llorar, olvidar un anillo en fondo de un dedo, el miedo a la corriente “Vivo en el interior. Casi no llueve.” El segundo día que David quiso salir de su casa lo primero que hizo fue comprobar que los líquenes habían muerto, no llovía desde hacía mucho en su casa. Llovía mucho fuera, en la calle, pero casi nada dentro de las habitaciones. Las hojas parroquiales se acumulaban en el entresuelo y las escobas traían púas por haber pasado una mala noche. Giménez se sintió un poco Whitman y un poco Cohen, escribió en papel reciclado hermosas promesas que nunca cumpliría al despertarse. La primera que iba a despertarse “acoge a mi hijo antes de que llegue la noche”, la segunda que su padre volverá con marfil entre los dientes “Mi sombra me dice que no muevas/ahora va a mover tu padre”, la tercera que elegiría una musa y la pondría en la popa del barco, donde asustaría a las sirenas de la poesía. El tercer día empezó cuando acabó el cuarto, así de desordenada es la vida del poeta que muere “Yo morí en abril que era el mes de cien noches”, con la boca cargada de besos y los bolsillos llenos de fartons, sin tener que dar explicaciones a otros muertos y a otros vivos, los que buscan un lugar perfecto para esa labor “encontrar un sitio adecuado donde morir, lejos de los hospitales y las amarguras”. Indios de madera que se mueven por las noches, rockeros que van de la cama al living, sonetos que se descuadran cuando la chica a la que van dedicados no corresponde, “anoche tuve un sueño en el que alguien me soñaba”. El poeta minero encontró en la punta del lápiz la promesa de los mejores versos del mundo, solo había que esperar unos millones de años a que las palabras se asentaran. “No ser un hombre feliz/pecar de excesos y rapear”. Yo digo, rapear a nivel PROFESIONAL.

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