David Giménez caminó por el pasillo
de su casa hasta la puerta. La abrió y miró fuera. Escuchó
sirenas, unas con cola y otras recorriendo Remolinos controlando que
nadie se saltara el confinamiento. Las promesas de las primeras no
tenían suficiente dulzura, se dio media vuelta y se quedó en su
casa. Era el final del 2018 y el viaje había comenzado dos años más
tarde. Sobre la mesa de la cocina extendió un mapa mudo y comenzó
a pintar sobre él-podría haberle hablado, pero no le hubiera
contestado, era mudo, el mapa, “Que no haya respuesta es en sí una
respuesta”-, marcó con muchas cruces, trasuntos del Yukón como
Gallake, Niu Yol como Nueva York, David Giménez era como un Battiato
de la ribera buscando “las ciudades sagradas son difíciles de
habitar”, besando el papel como si no hubiera uvas pasas, calmando
su explorador interior mostrando su peor cara. La miradora es como
Salgari o Lovecraft escribiendo poemas sobre el mundo sin salir de su
casa, como aventurarse a una distopía con las instrucciones
caducadas. Hay ciertas ciudades a las que hay que ir bien comido,
como pasa con el whisky y como se decía antes de algunas mujeres,
“Qué será lo próximo, una lluvia sin fondo, sin principios..”,
lo siguiente es agachar la cabeza, silbar a Devendra Banhart, escupir
sobre los ángulos rectos de Lisboa, morder la dinamita como si fuera
regaliz de palo. El amor construido en inviernos nucleares, un amor
pálido y ligero “Te tapabas con una manta que siempre llevabas a
tu lado/una manta como un matrimonio blanco”, como Marie Laforet
escribiendo una postal el última día de su vida “Y también
comienzo a nadar/debajo de los pasos de cebra está el mar/los otros
poetas de mayo no decían eso/se quedaron en la playa.” En Mostar
la mujer de Lot, atrapada en la sal de la muerte, en Turín, una
vecchia signora que le dice a su marido “la espuma es el miedo del
mar” mientras le acaricia la mano. Iglesias donde llorar, olvidar
un anillo en fondo de un dedo, el miedo a la corriente “Vivo en el
interior. Casi no llueve.” El segundo día que David quiso salir de
su casa lo primero que hizo fue comprobar que los líquenes habían
muerto, no llovía desde hacía mucho en su casa. Llovía mucho
fuera, en la calle, pero casi nada dentro de las habitaciones. Las
hojas parroquiales se acumulaban en el entresuelo y las escobas
traían púas por haber pasado una mala noche. Giménez se sintió un
poco Whitman y un poco Cohen, escribió en papel reciclado hermosas
promesas que nunca cumpliría al despertarse. La primera que iba a
despertarse “acoge a mi hijo antes de que llegue la noche”, la
segunda que su padre volverá con marfil entre los dientes “Mi
sombra me dice que no muevas/ahora va a mover tu padre”, la tercera
que elegiría una musa y la pondría en la popa del barco, donde
asustaría a las sirenas de la poesía. El tercer día empezó cuando
acabó el cuarto, así de desordenada es la vida del poeta que muere
“Yo morí en abril que era el mes de cien noches”, con la boca
cargada de besos y los bolsillos llenos de fartons, sin tener que dar
explicaciones a otros muertos y a otros vivos, los que buscan un
lugar perfecto para esa labor “encontrar un sitio adecuado donde
morir, lejos de los hospitales y las amarguras”. Indios de madera
que se mueven por las noches, rockeros que van de la cama al living,
sonetos que se descuadran cuando la chica a la que van dedicados no
corresponde, “anoche tuve un sueño en el que alguien me soñaba”.
El poeta minero encontró en la punta del lápiz la promesa de los
mejores versos del mundo, solo había que esperar unos millones de
años a que las palabras se asentaran. “No ser un hombre
feliz/pecar de excesos y rapear”. Yo digo, rapear a nivel
PROFESIONAL.
No hay comentarios:
Publicar un comentario