Me prohibieron escuchar música con
cascos en la última revisión del carnet de conducir. Decía el
médico que tenía problemas con los graves. Podría haber hecho un
juego de palabras pero como me habían tomado 16 de tensión la cosa
no iba por los derroteros del humor. Podría haber hablado del miedo
a las batas blancas o de José Guardiola cantando Sixteen Tons, por
16 y por seguir siendo pop en una revisión médica para renover el
carnet. Ahí es donde mi di cuenta de que quizá no era yo el que
estaba sentado en aquel cubículo prefabricado donde te trasladan, de
oca a oca y tiro porque me toca. Quizá era otro Octavio, uno que se
apellidara de segundo Millán en vez de Milián. Y busqué al volver
pastillas naturales que me bajaran la tensión y también diazepán 5
mg que me colocara el ánimo en su lugar y finalmente busqué un
libro que hablara de otras personas y de sus vidas trágicas, pero
que lo trágico fuera cómico y quizá un poco mentira. Por cierto,
ahora uso cascos todo el día, cuando escribo conectados al ordenador
y, sobre todo, cuando paseo por el pueblo unidos al móvil, pero no
suena nada por ellos. El silencio es el mejor aislante. La gente que
me habla piensa que los confundo con otra persona. Entre eso y las
mascarillas soy anónimo. Ahora solo quiero ser ausente y vivir la
vida de las personas de Abrir la puerta de mi admirado Ramón Acín.
En casa de mis padres hay un ejemplar de Manual de héroes, pero esa
es otra historia entre Acín y yo. Hoy nos centramos en 2013.
Y en
Abrir la puerta. ¿Es Ramon Acín un seductor o un cazador de piezas
sabrosas? La Cioconda entre el Molino y el Renacimiento, como en una
canción de Jonathan Richmann. La seducción de las carnes tersas son
como el alimento perdido de los fotógrafos. Ascaso estuvo en el
Consejo General de Aragón y aquella mesa del Rey Salomón o mueble
de Ikea marca Artúrica fue arrebatada por balas anarquistas y
revolucionarias. Es del gusto del idelista recibir balas en el pie
del pragmático, si lleva una camiseta de Stalin suele ir abrigado.
Cuando en Zaragoza había mil periódicos en Jaca iban por mil y uno.
Cierren su paso a los cainitas y Líster, Juan Negrín poniendo
Gobernadores Civiles antes que Franco (con perdón, Gobernador
General de Aragón). Hay una frontera entre el Nescafé y Venezuela,
de color rojo y negro. A Sergio Algora y su catálogo de libros
inventados le hubier encantado añadir alguno de estos artistas a su
colección. Cuando latinoamérica es realista y fantástica a la vez
y los nombres se mezclan como la bebida de cola y el pisco.
Marlene
Dietrich trató de sedudir a Greta Garbo en varias ocasiones. La
Garbo se dejab querer pero no quería resbalar por aquella terraza
inestable que era la fama recién fregada. Ser bisexual puede ser
atrevido pero no vinculante ni en aquellos tiempos ni ahora. Una
noche, cuenta una historia apócrifa -que no sale en este libro, por
cierto-, Marlene Dietrich consiguió seducirla a base de ginebra y
barbitúricos pero cuando iba a bajarle la ropa interior en la lujosa
habitación del lujoso hotel que solo dos divas como ellas se
merecían la Dietrich sintió una punzada de desagradable al
contemplar la poca higiene de la ropa interior de la Garbo. Esta
historia la podría confirmar Pere Gimferrer que espiaba desde la
ventana a un millón de pies de altura mientras enhebraba los versos
de “La muerte en Beverly Hills”. Es uno de los mejores textos del
libro, te hace pensar en las letras de Hollywood, en la colina,
convertida en un partenón con ruinas policromadas. Durante un tiempo
estuvo a la venta en Internet, subastada por un napolitano anónimo,
una pastilla de jabón hecha con las grasas, con las mantecas que le
habían sacado a Silvio Berlusconi en su última liposucción. A
veces uno piensa que es mucho mejor no limpiar la ropa si no sabes
con qué carajo la estás frotando.
Piensen en una imagen tan
poderosa como cadáveres descendiendo el Ebro, con todos los
uniformes cubiertos de sangre y barro, unificando el dolor. La muerte
no distingue entre la mezcla de sangre y barro. Mientras en los dedos
se acumulan las astillas, las astillas también se llenan de sangre.
Pero es otra sangre, la del que trabaja y tiene hambre. Si tus manos
están llenas de sangre seca es que te estás ganando la vida
honradamente, los asesinos solo tienen sangre en las manos si son
descuidados y tras lavarse se dejan algo bajo las uñas. Hay una
sangre que tiene muerte y otra sangre que tiene hambre. Una se mezcla
con el barro en los uniformes y otra en las astillas de los que
afilan madera en los aserraderos. Ramón, espero que sigas leyendo a
estas alturas de reseña. Porque ahora voy a hablar de la resina y de
los pinares. Como un disco que se repite, de vinilo, claro. Una aguja
de diamante, pequeña. Es diamante, pero es de tamaño minúsculo. Un
disco que se repite y se repite y te acaba atrapando. Es el
alzheimer, como si el tiempo diera una gran zancada que recorriera
décadas enteras, hacia delante y hacia atrás. Una canción es un
año y un disco una vida. Puedes estar dándole la vuelta para que no
se termine pero eso no evita que la muerte se junte con el
nacimiento. Entre medio las mismas canciones.
El entomólogo seguro
habitante de los tomos y las enciclopedias. Ser entomólogo te
asegura doble diversión cuando consultas una de esos libros
ciclópedos que nadie quiere, ni las bibliotecas ni las librerías de
lance: por un lando aprendes sobre la clasificación de los
artrópodos y por otro puedes acabar descubriendo entre las páginas
un nueva lepisma del azúcar con extra de patas (o voracidad). Aquel
entomólogo de tu historia tenía alma de PRI (institucional y
revolucionario) y mucho de vampiro, por lo eterno de su mandato (y
ese apetito por la sangre en mitad de un caluroso Termidor). Ramón,
¿sigues por ahí? Estoy en el cementerio, trato de escapar de la
bruma y porque sé que con ella moldeas la historia. El tercer hombre
se escondía en sus novelas pulp y traficaba con penicilina diluida.
El tercer vértice hace el triángulo y marca la zona de las Bermudas
donde uno puede perderse.
Desde Ateca a Villafeliche hay 35,6
kilómetros exactamente. Villafeliche fue un canódromo de moda en la
Zaragoza sobre la que escribo en una novela en tránsito. Me encanta
ese tono a lo Alberto Sordi para un pueblo que se derrumba entre
esquirlas aragonesas. Errata en la página 60. No se me lo tome a mal
maestro. Intoxicado, como un canción de Aute, pero no de las
mejores. Sale en un disco, Slowly, que termina sin un cielo
protector, Hafa Café. El Santo Bebedor fue una obra de teatro, un
monólogo con Alfonso Desentre y Jordi Lord Sassafras que prometí ir
a ver todas las veces que se representó. Pero esto solo viene al
caso porque esto no es una reseña ni un crítica, son solo unas
palabras que te debía, unas líneas que engordan mi verano triste.
Poeta apócrifo como todos los buenos, bebe como Paul Bowles y ama
como Rimbaud. O quizá sea al revés. Me gustaría poder
preguntárselo a Félix. Seguro que ti también. Estoy casi
terminando.
Como pienso de putero y como fotógrafo enumera
meretrices, como en una lección de historia que cualquier apocado
profesor de instituto evitará. Hurtará a la realidad a sus alumnos.
Una razón podría ser la pura vergüenza y por otra la sátira
incómoda de lo políticamente correcto. No sé si queda mucho margen
para temer a lo políticamente correcto tras una pandemia, un
apocalipsis o un verano distópico...retrasé maestro Ramón Acín
desde el 2013 hasta hoy la lectura de este libro que usted me regaló.
En 2016 empaqueté todo y lo guardé en un almacén. Estudié cuentas
y álgebra para aprobar unas oposiciones y amar y ser amado. Tuve un
hijo. Hasta hoy, julio de 2020. Y en el antepenúltimo capítulo de
este libro imposible hay un texto, una carta, un artículo futurista
escrito en un periódico de su invención justo en este mes de julio
de 2020. Usted no lo corrige y hace bien. Como a trozos y a mordiscos
este libro tuyo, lo empiezo en Ateca, lo llevo a Chodes -sueño que
Antonio Saura se me acerca de noche y me susurra al oído: “Ramón
Sender tiene los bolsillos llenos de arena.”-, va en la mochila
hasta Zaragoza y vuelve a Ateca donde me he reservado el final. Una
vez mi padre nos llevó por una carretera del Pirineo y detenidos en
un recodo dijo: “Esto es la garganta del demonio”. Y volvimos al
Renault 12 verde camino de Hecho. En Hecho enfermé de anginas y
tuvieron que pincharme penicilina, no la del tercer hombre, de
verdad, de la que guardaba el maquis. ¿Qué queda del maestro? Mi
padre en Luesia, yo en Ateca. Escribo sobre el número ocho porque
tumbado es el infinito y de pie, guillotinado (volvemos unas líneas
más atrás, a la época jacobina) son dos ceros que no suman nada.
Yo que conozco las estaciones por las que no pasan trenes no temo a
las paradojas. Estén vacías o quietas siguen siendo necesarias. Y
termino, termino pensando en la península del Yukón, en las
marionetas del Mago de Oz que siempre olvidan a Toto, en la cócteles
de anfetaminas y hormonas que llevan siglos dando a Judy Garland,
Joselito, Messi y, si te descuidas, la familia Culkin al completo. Es
ya tarde, le dijo a mi hijo, te leo un cuento, uno de Disney. ¿Por
qué Goofy no y Pluto sí? ¿Por qué Donald lleva una toalla cuando
sale de la ducha? ¿Habría perros en el zoo de los Bowles? Volvemos
de nuevo atrás. Volvemos a Félix, a su último cuento. A la palabra
ocelote, a los perros de Virginia Woolf. Buenas noches, maestro.
Cierro la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario