viernes, 17 de julio de 2020

Algunas palabras sobre Alumbres de Ángel Gracia (Premio Isabel de Portugal 2018, Veruela Poesía)

Ángel Gracia presenta 'Alumbres' - Literatura en Zaragoza, DPZ e ...



Que de la ceniza uno pueda extraer una semilla de vida igual que si la lanzas te lleve hasta el fuego y no deje nada más que muerte. En el poema Gracia dice “Nada existe hasta que la luz lo dice”. El mundo ahora cambia y es “Nada vive hasta que la muerte muere”. O se aleja. En Alumbres la luz que se prende del alcohol tiene algo de falso, es tinta invisible en una borrachera de gasolina, como un poema que se enciende y se llevará todo por delante cuando prendas el primer pitillo de la mañana. El aire como enredadera que busca su hueco entre la enfermedad, buscando cualquier espacio donde acomodarse. En Cinerario sobrevuela la confusión entre hombre y árbol como oscuro objeto de mutación de la ceniza y en Claridad “Sana tu sien de todo sentido” la electricidad es un alimento purificador que como sucedáneo de soplo vital imagina una bisagra entre cuerpo y cadáver que haría las delicias de los monstruos de Villa Diodati. Y es que en Alumbres el cadáver alcanza la plenitud en la muerte, el trozo del alma no deja sitio para una alma que sea semilla “Alcanzas el silencio/cuando te despiertas/en tu cráneo vacío, /cuando tu hueso recibe/su primera helada”, al acercarte el escalofrío que te recorre al introducir tus manos en el terruño es magnífico. Escribía Carlos Bousoño “Ha visto envejecer el rostro humano muy poco a poco,/tan poco a poco que nadie fijaba su atención distraída/en el menudo pormenor de una arruga incipiente”. Cuando la muerte es una apicultora y confunde con su aliento a las almas que se acumulan alrededor del humo y sus dedos huesudos penetran para atrapar...el qué, ¿la NADA? Y llevársela golosa a la boca. No, Ángel Gracia no es bucólico es un chamán que enarbola las Geórgicas y hace de los panales viscosos surcos para que las almas encuentren líneas telúricas que las guíen hasta la nueva cosecha.

Alumbre es la vuelta a lo básico, a esa ceniza-que yo respiro y guardo dentro, como un asbesto que mortifica y reconforta a la vez-, que contiene la memoria de todo lo que fue pero es inútil para hacer crecer nada. Las imágenes de Ángel Gracia son como el instante en el que las larvas eclosionan en un tejido muerto y arrastran su esperanza, una esperanza desconocida para todos nosotros “Respiras lluvia y toses tempestades”. Sin repulsas, simétrico como un campo bien arado, como unos racimos de luces que la tormenta desperdiga: “Únete a la raíz de los muertos”.

En la tercera parte llega la muerte y se ausentan los animales, escribe Carlos Edmundo de OryAguarda en este hondo valle la llegada de los grandes lobo./Tus únicos testigos de hambrienta soledad”. El reflejo del folio resuena como el canto de la sirena, que atrae y asusta al mismo tiempo: “Escribir es enamorarse del blanco/dejar que la nieve me ciegue”. El poema Blanco es un monumental texto sobre el acto creativo, un acto donde coinciden notas moribundas y desiertos ciclópeos, donde la luz de las estrellas más lejanas y potentes es luz intensa que ilumina, pero luz que es aliento de una estrella muerta. El alma es un objeto al que le han arrancado todo lo que era semilla en la hora de la muerte: “Seré viejo vagar/pasadizo entre planetas”. La paradoja del árbol que se derrumba en mitad del bosque, un hombre que recita unos versos en su cabeza, las palabras que son proyectos de poemas en la mina de un lápiz. No hay poema más puro. Avanzamos en la aritmética de la muerte ”La proporción necesaria/es que haya dos vivos para cada muerto”, el cadáver es uno diamante que fue vidrio barato y tuvo que esperar un millón de años: ¿Qué tendrá que ver esta noche Nick Cave con lo que leo y escribo? ¿Serán solo las malas semillas? ¿Será la idea de los cuerpos atrapados como gemas en lo más profundo del suelo y sus manos y las tuyas que en la misma dirección buscan encontrarse? En la Santa Compaña no hay confusión entre vivos y muertos porque son lo mismo y Dios la excusa para seguir en el negocio: “Dios, confiesa si cada noche/pides ayuda los muertos/para que el mundo no se acabe”.


¿Quién me iba a decir que tras casi dos décadas las ubres de Roger Wolfe tan insípidas o los santuarios de Manuel Vilas repetitivos con la rítmica de repostar nafta en una gasolinera? Será el silencio de la noche en Ateca, un silencio de verdad, donde la temperatura de los ríos al mezclarse susurra una tonada distinta audible incluso para los que arruinamos nuestros sentidos con las máquinas de música metálica. Termino, otra vez, con Carlos Bousoño: “Todo está allí, la sombra, el esplendor del sol entre las ramas/bajas de los cerezos/nuestros pasos que van por el sendero/junto al seto de moras”. El final, el comienzo, el canon. Ángel Gracia que completa después de Valhondo y el Libro de los Ibones, tras Arar, una tetralogía de naturaleza como trasunto de la existencia humana en un ejercicio el de Alumbres, donde la muerte, pero también lo que hay antes y la huella que queda, son el motor y el temor de la vida.

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