jueves, 23 de julio de 2020

Unas palabras sobre Mictlán (Odas a la muerte) de Ricardo Díez Pellejero (Olifante, 2020)


MICTLAN (ODAS A LA MUERTE) - Teran Libros


En aquel año todo cambió. Pero la poesía siguió bailando alrededor de la muerte. La siguió cantando y siguió puliendo su presencia en el bloque de granito que es un folio en blanco. Porque caminamos hacia la muerte y la sangre que derramemos será una ofrenda: “Día a día perdemos la vida/la muerte es la gota que colma el vaso”. El gran poeta que camina junto a la muerte es Ángel Guinda y su presencia se aprecia en alguno de los versos de Ricardo Díez, por ejemplo en “Pero y la muerte/¿cómo habré de vivirla?” o “Rebosa salud la muerte”, también la ciencia misteriosa, la que escapando de Newton y Aristóteles se atrevió a bucear en las procelosas aguas de lo cuántico, de la imposibilidad de la posición y la velocidad a la vez, dejando las funciones de probabilidad como única antorcha en exploración del universo donde Dios y la muerte conviven en el mismo espacio y en el mismo tiempo. Somos como una tercera dimensión donde atrapados contemplamos reflejos y distorsiones, temerosos de cruzar paredes y muros. ¿Qué hay más bello y abandonado en este mundo que reniega de lo analógico que aquellos que “auscultan el fondo de los buzones”, Ricardo Díez actúa como un demiurgo en esa tercera dimensión, cruza sigiloso y desbroza los misterios, un chamán que nos devuelve a la época Hiperbórea, “mi voz no llega sino después de un eón de mudez”, el silencio es también un buen cliente de la muerte y el tiempo es un remanso donde la confusión entre estar vivo y haber muerto encuentra su sitio. La cita de Juan Luis Panero con la que se abre uno de los poemas no podría ser más acertada: entre sus seguidores los “juegos para aplazar la muerte” son uno de esos ejercicios como cambiar los versos -con tu permiso, Ricardo-, “Hay que hacer arder el frío”. Entre el tiempo donde la recta que en su intersección entre planos decide el cero absoluto, ahí es donde la muerte adquiere forma de quietud, no saber si es sueño o muerte o caballitos de mar liofilizados por un dios azteca aburrido. El poema Especies invasoras es uno de los más poderosos del libro, versos como “Ellos guardan bajo sus raíces/un depósito de semillas nuevas,/que tendrán ocasión de germinar/tras el incendio”, supervivientes que en su interior dejan que la savia fluya hasta que seca, la muerte ahogada y saciada se eleve, hacen enmudecer al lector que atraviesa el paraíso perdido hasta llegar a Estiaje donde ya todo está arrasado “Pero a dónde iremos/cuando hayan ardido todos los bosques/cuando se extingan las bestias que toman nuestro último aliento”. Unos versos que recuerdan -y, de nuevo perdonen el atrevimiento, casi una boutade-al recitado inicial del Mundos en eclipse “el último árbol sea arrancado terminará la vida y comenzará la supervivencia.” y lo hago por el cariño y admiración mutua que se profesan Santi Rex y Ricardo Díez. Mictlán es un libro depurado, introspectivo, donde cada palabra y cada verso está medido porque el lenguaje es arma y refugio, protección y hechizo “ ¿Sabremos saludar a la muerte sin lenguaje?”, como la matemática es paz y sosiego, sea a base de axiomas y corolarios, teoremas que en su demostración imposible no nos permiten encontrar solución a la muerte. Ricardo encuentra en el azul a los ángeles, aunque sean daltónicos, y en el blanco, el tiempo de doctorarse en entomología cuando los gusanos devoren aquello que fue su cuerpo. Por dos veces aparece Sergio Algora, otro explorador de la muerte desde la vida, en el poema Renacer o en las canciones que Algora pinchaba, mientras devoraba la vida para solamente dejar migajas a la muerte, también hay un bello recuerdo para Emilio Gastón, para muchos el único ángel verdadero que planea sobre las nubes de nuestro Aragón. Ricardo Díez es hace mucho un autor imprescindible en nuestra literatura, en nuestros poemas, una generación que, con Ángel Gracia o Jesús Jiménez, por poner dos nombres muy presentes, ha recogido una responsabilidad inevitable pero que para el resto nos resulta un faro fundamental y necesario.

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