En aquel año todo cambió. Pero la
poesía siguió bailando alrededor de la muerte. La siguió cantando
y siguió puliendo su presencia en el bloque de granito que es un
folio en blanco. Porque caminamos hacia la muerte y la sangre que
derramemos será una ofrenda: “Día a día perdemos la vida/la
muerte es la gota que colma el vaso”. El gran poeta que camina
junto a la muerte es Ángel Guinda y su presencia se aprecia en
alguno de los versos de Ricardo Díez, por ejemplo en “Pero y la
muerte/¿cómo habré de vivirla?” o “Rebosa salud la muerte”,
también la ciencia misteriosa, la que escapando de Newton y
Aristóteles se atrevió a bucear en las procelosas aguas de lo
cuántico, de la imposibilidad de la posición y la velocidad a la
vez, dejando las funciones de probabilidad como única antorcha en
exploración del universo donde Dios y la muerte conviven en el mismo
espacio y en el mismo tiempo. Somos como una tercera dimensión donde
atrapados contemplamos reflejos y distorsiones, temerosos de cruzar
paredes y muros. ¿Qué hay más bello y abandonado en este mundo que
reniega de lo analógico que aquellos que “auscultan el fondo de
los buzones”, Ricardo Díez actúa como un demiurgo en esa tercera
dimensión, cruza sigiloso y desbroza los misterios, un chamán que
nos devuelve a la época Hiperbórea, “mi voz no llega sino después
de un eón de mudez”, el silencio es también un buen cliente de la
muerte y el tiempo es un remanso donde la confusión entre estar vivo
y haber muerto encuentra su sitio. La cita de Juan Luis Panero con la
que se abre uno de los poemas no podría ser más acertada: entre sus
seguidores los “juegos para aplazar la muerte” son uno de esos
ejercicios como cambiar los versos -con tu permiso, Ricardo-, “Hay
que hacer arder el frío”. Entre el tiempo donde la recta que en su intersección entre planos decide el cero absoluto, ahí es donde la muerte
adquiere forma de quietud, no saber si es sueño o muerte o
caballitos de mar liofilizados por un dios azteca aburrido. El poema
Especies invasoras es uno de los más poderosos del libro, versos
como “Ellos guardan bajo sus raíces/un depósito de semillas
nuevas,/que tendrán ocasión de germinar/tras el incendio”,
supervivientes que en su interior dejan que la savia fluya hasta que
seca, la muerte ahogada y saciada se eleve, hacen enmudecer al lector
que atraviesa el paraíso perdido hasta llegar a Estiaje donde ya
todo está arrasado “Pero a dónde iremos/cuando hayan ardido todos
los bosques/cuando se extingan las bestias que toman nuestro último
aliento”. Unos versos que recuerdan -y, de nuevo perdonen el
atrevimiento, casi una boutade-al recitado inicial del Mundos en
eclipse “el último árbol sea arrancado terminará la vida y
comenzará la supervivencia.” y lo hago por el cariño y admiración
mutua que se profesan Santi Rex y Ricardo Díez. Mictlán es un
libro depurado, introspectivo, donde cada palabra y cada verso está
medido porque el lenguaje es arma y refugio, protección y hechizo “
¿Sabremos saludar a la muerte sin lenguaje?”, como la matemática
es paz y sosiego, sea a base de axiomas y corolarios, teoremas que
en su demostración imposible no nos permiten encontrar solución a
la muerte. Ricardo encuentra en el azul a los ángeles, aunque sean
daltónicos, y en el blanco, el tiempo de doctorarse en entomología
cuando los gusanos devoren aquello que fue su cuerpo. Por dos veces
aparece Sergio Algora, otro explorador de la muerte desde la vida, en
el poema Renacer o en las canciones que Algora pinchaba, mientras
devoraba la vida para solamente dejar migajas a la muerte, también
hay un bello recuerdo para Emilio Gastón, para muchos el único
ángel verdadero que planea sobre las nubes de nuestro Aragón.
Ricardo Díez es hace mucho un autor imprescindible en nuestra
literatura, en nuestros poemas, una generación que, con Ángel Gracia o Jesús Jiménez, por poner dos nombres muy presentes, ha recogido una
responsabilidad inevitable pero que para el resto nos resulta un faro
fundamental y necesario.
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