Los que nos quedamos esperamos que alguna vez pase el dolor. No hay olvido que valga contigo, amigo. A los que nos quedamos sólo nos queda buscar tu reflejo en la silla vacía cuando nos juntamos.
A mi amigo Sergio Algora lo recuerdo con un saco de dormir al hombro en un concierto de los Sullivans, bajando las escaleras de un hotel de Cuenca en busca de líquido para las lentillas, pidiéndome películas de zombies para ver con Maribel en Alicante. O sentados en el Pascualillo con Ángel, recién comidos, cocido (y Ángel diciendo “claro, hoy es jueves”), dedicándole a mi hermana Salu “Mujeres y días” en el Meeting Pop de Graus, después de que nos hubieras conseguido un sacacorchos (pero esa, sin duda, es otra historia). También un jueves en la Morrissey, cuando se nos acercó Luis y ya no volví a separarme de él, la noche que te llevaste mis discos para pinchar y apareciste sin ellos de madrugada y nos pasamos el fin de semana tratando de reconstruir tus pasos. Verte preparando espárragos trigueros con foie en casa de Gabi, la larguísima entrevista que te hice cuando habías sacado “A los hombres de buena voluntad”, que no era más que una excusa para disfrutar del champán del Portolés, cenando en el Europeo antes de una sesión mano a mano en el Candy Warhol, riéndonos de las detenciones de Fernando Arbex (con todo el respeto para un grande), el día que estuvimos en casa de mis padres corrigiendo, aquel restaurante de Mariano Barbasán, con Fernando, donde nunca tenían los platos que prometían, encontrarme con la letra manuscrita de “El hombre que perdió los papeles” el día de la mudanza de la casa donde pasamos juntos unos meses. Salir de la Fonda La Peña el día de tu entierro camino del concierto de Peret, hablar con Jesús de cómo te nos aparecías en sueños para aliviar nuestra tristeza, un aperitivo con Luis, Irene, Francho y Bárbara en la Plaza Santa Cruz, aguantando el llanto con el dique que nos daba el recuerdo de tu sonrisa, la complicidad con Rogelio cuando se pasa por alguna pinchada en el Bacharach. La llamada de Enrique, preguntándome si quería volver a ponerme delante de tus platos. Esperar, que como en la canción, aparecieras cada noche por la puerta, que estuvieras de parranda.
Los que nos quedamos, sabemos de tu habilidad en las seis cuerdas de la vida, con el porte seco de un supervivente de las flores muertas, perfil de Ron Wood y corazón de Keith Richards. Desde las grutas de Malasaña hasta las esquinas azuladas de la ZiudaZ (allí donde la Mahou era una sorpresa agradable para la garganta sedienta). Yo te vi ahí arriba, con una camiseta lésbica en el show de Chango, ofreciéndole marrón a Ariel Rot y después, “Mucho mejor”, ataviado de corsario junto a Urrutia, soportando al mito como la mejor solista que jamás soñaron los que se cubrieron con la piel troglodita. Pero también en el Café Artistas, reventando mi alma con canciones de Los Enemigos, con el Oso de Moris en un garito de la calle Bolonia, en una foto en la parte de atrás del número 2 de Confesiones de Margot. Era un crío y escuchaba desde la casa de mis padres el jolgorio de tu boda, era un crío que se sabía todas las canciones de Desperados y veía cómo los caballos salvajes estaban a punto de arrastrarme. Las personas que siempre portan una sonrisa deberían vivir para siempre, Guille.
Ellos cantan tus canciones, veneran tu silueta de bicicleta, susurran las historias olvidades que la bruja cocinaba a la orilla del Canal. Bajo la luna de Santiago, en las carreteras que cruzan los Monegros, la balada del cuatrero que cambió la eléctrica por el sueño criollo, el bourbon por el mate y siempre con el bullicioso caballo de un corazón imparable. De jazz y poesía, con tu hermano Gabriel, atiborrados de Borges y Dylan, con el órgano hammond apretando las entrañas. No hace falta que te esperemos volver, nunca te marchaste.
No hay noche más negra que la que trae el silencio junto a ella. Los taburetes vacíos, los atriles
desabastecidos, punkies y rockers sin la sonrisa platino de Alma. Las malas noticias se agarran al asfalto antes de la llegada del fin de semana, JM, vale más morir que perder. Las pintadas en los solares gritan, ¡Larone vive! Mientras el ritmo entra en la casa y yo rebusco entre mis cintas VHS los videoclips grabados a medias, como un mosaico interrumpido, el saxo de Charly Sebastián, la voz de arcilla roja de Labordeta, disparando a Valery.
Los que nos quedamos, los que os vimos marchar, apagamos los amplificadores, esperamos un bis que nunca llegará, lamentamos esa última canción que no os escucharemos tocar.
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