Dotada de una voz superlativa, abre con
ukelele en Mi yo, que aparece como single de adelanto,
con ese reverso ingenuo que vio crecer a su vera a Suzanne Vega o los
momentos más atrevidos de Gloria Van Aerssen, que hacían de los
cotidiano un experimento sonoro. Laura Cebrián se maneja al piano y
sabe quién es Mike Garson -alguna vez lo ha emulado en directo-, se
defiende como hacía la Lliso, cuando pedía más violines o
confundía los agujas con arpones, en Irreversible, practica
la claudicación íntima en Personas
alimenta con aires de trip-hop orgánico, con pinceladas
confesionales, como en aquellos viejos tiempos cuando se cantaba a
Capricornio y los Bronski mandaban en la ciudad que nunca dormía.
Dentro de la paleta que maneja la compositora aragonesa hay momento
para jugar a la rumba urbana en Quejas (primer
videoclip), con una nutritiva guitarra española, palmas y un fraseo
que nos recuerda a aquella maravilla que fue Pastora o arremolinarse
en el recuerdo familiar de Cretinus, donde recordamos
que cuesta más hacer reír que llorar, una oda a todos los Andy
Kauffman del mundo, delicados como el cristal del que está hecho el
cielo y cortantes como las cuerdas de una guitarra que se desafina
con lágrimas. Pop lúcido en Como el lobo a su manada,
agua fresca como un abrazo, garganta que exhala un alma cálida que
la emparenta en ese arte transitivo que va desde Patty Pravo hasta
Amaral pasando por la Rosenvinge de Flores Raras.
Con una producción exquisita a cargo
de Chechu Martínez desde Séptimo Cielo, la portada de Jaime Oriz
(cada vez más referente en la captura de aquello inmaterial que
sobrevuela cuando hay belleza por el medio) y padrinos que son ya
historia viva de nuestra música, Laura Cebrián se despereza en
mitad del pantano de nuestra escena dispuesta a oxigenar las
movedizas arenas que nos aprisionan.
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