Hay veces en las que la belleza es mejor disfrutarla de la manera más sencilla posible. Una tónica, un asiento colocado estratégicamente, la compañía de amigos, dos artistas, guitarras, armónicas, pianos y micrófonos. A veces la contemplación de miniaturas que remiten a los sentimientos más cotidianos son analgésico suficiente para remontar el vuelo. Una mezcla de todo esto es lo que se pudo experimentar el pasado miércoles en la Lata de Bombillas. Segunda fecha del ciclo Deja, ya puedo solo. Las voces de las bandas asumiendo el repertorio de manera desnuda. Si te gustan las bandas sensacional, si no te gustan, complicado -por eso me perdí la primera edición, claro-. Javi Almazán, Copiloto, se dejó iluminar brevemente por las luces del escenario antes de agarrar su guitarra acústica y dejar que los acordes hicieran el resto. Repasó temas de su primer disco, la sencillez lírica de Copiloto (yo prefiero no hablar/tengo la mente agotada/de tanto repetir/que aquí no ha pasado nada), ese perfecto ejercicio de canción pop que es Enésima canción de autoayuda, después materializó durante unos segundos a un Dylan preocupado por los problemas de los quinceañeros, nos cantó la nana más metálica que se ha compuesto en Aragón, Señora Robot, de sus paisanos Domador, hizo Rápido, de Fran Nixon, otra canción de carretera basada en los que acompañan la huida -que son los que realmente desean escapar- y claro, terminó con Chicos en pie de guerra -supongo que compartimos una esquina apartada de la ciudad, la de los que se cansaron de ser zombies hasta la madrugada-. Las canciones de ese primer disco, que a veces sufría el lastre de una producción acartonada, brillaron desprovistos de artificios y el nuevo material se sostuvo solo. Quizá sea un caso de complicidad generacional, pero qué le vamos a hacer. Yo sólo me siento y disfruto.
Después Abraham Boba. Hace unos meses, en este mismo escenario, una tarde de domingo, un puñado de seguidores de las Hermanas Sánchez acudimos a paladear el exquisito menú, mezcla de Tindersticks -esto quizá muy evidente-, el Biolay menos experimental o un John Cale embriagado de los puertos de los países bajos. No le comparo con artistas españoles porque, en realidad, guardo para ellos la comparación. El público, devotos de una religión que adora a los crooners oscuros como embajadores de un poder supremo, repetíamos, atrayendo, de paso, a unos cuantos más al redil. Boba es muy grande, aparte de su talento compositivo ha sido capaz de ayudar a que Julio de La Rosa sea capaz de entregar el mejor disco de su carrera, El Espectador, a base de órganos, acordeones y una manera de pulsar las teclas que va más allá de las referencias del café teatro o de los arrables portuarios, inyectándoles, y permitidme el neologismo, organidad. Y lo mismo podríamos decir del Manifiesto Desastre de Nacho Vegas, tan abrupto, tan poco Nachete (eso, de nuevo, ¿es bueno?, no emito juicios, trato de ceñirme a las enunciaciones). Pero esa noche era Abraham Boba el que defendía sus canciones, hermosas, graves como sólo lo cotidiano es capaz de ser, con un punto de humor e ironía que atrapa al oyente. Una frase: Entre tu amor y el amor hay un desierto. Sólo hizo dos temas del primer disco -y sólo al final rescató Turista Feliz-, estuvo demasiado tiempo con la guitarra -el piano es su mejor amigo, se emborracha por él-, pero a pesar de todo volvió a cautivarme, arenoso, incisivo sin buscar lo trasgresor. ¿Para qué? sólo canciones envueltas en papel de periódico, armonías generadas a base de muelles y válvulas, canciones pues casi hechas con el aire que respiramos. Muy Brel, mucho. O eso me pareció a mí.
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