Ya sólo con coger y abrir el primer EP de Kyoto sabes que algo hermoso se guarda dentro: el diseño de Álvaro Ortiz Albero, minimalista y hermoso, es el perfecto continente para proyectar las ensoñaciones del disco, un disco de sombras que no asustan, de cantos de sirena bajo aguas turbias que se afanan en ir desgranando los finales:
Primero: Una percusión velvetiana para mantener la intensidad agónica de un color. Segundo: El hombre de las nanas cuenta que Kyoto eran como un bolero enfermo de los que Corcobado les escribía a Esclarecidos y así, la voz de Alicia nos rebana el corazón con una trepidante dulzura. Tercero: Olas frías, no olas, ruidismo controlado, acordes que raspan poco a poco en repetición simétrica. Cuarto: Si llamas a los fantasmas a tu habitación es posible que nunca quieran marcharse.
Avanzados sin ser experimentales, apartando de su camino los lastres de incomunicación con el que Haikus- anterior banda de los tres miembros de Kyoto- cargaba, evocadores de paisajes complejos para los que nuestros sentidos no están del todo acostumbrados, Kyoto envuelven sus canciones en una imaginería rica y desbocada, ajena a estructuras y ángulos clásicos, que promete un minúsculo espectáculo narcótico del que es muy difícil escaparse.
Un disco absolutamente increíble.
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