A veces uno se sienta frente al teclado
por obligación. Por vencer la pereza. No había pereza, había
miedo. Mi amigo Enrique me regaló este libro y las semanas fueron
pasando entre angustia y esperas, entre pandemias y kilómetros. Hoy
respiro y, aunque la química ayuda, tienes que ponerte en marcha.
Seleccioné de la pila que nunca desciende unos cuantos, sabiendo que
el de poesía iba a ser el que más costara leer, el que pidiera una
y otra vez darle vueltas, doblar las hojas por abajo cuando un verso
te impactara o un poema te marcara, doblando las hojas por arriba
para seguir leyendo al día siguiente. Sin capítulos no hay orden.
David Mayor publicó en el número 222 de Planeta Clandestino Poema
de miedo, esperanza y felicidad en veintiséis partes. David escribe
poco porque lee mucho. Pero cuando lo hace las tijeras son el
abordaje de su poesía, como en aquel cartonero de David Giménez,
minúsculo y polisémico. Aquella novela que era un poemario. David
Mayor es un miembro de la familia Summers y presentó una vez con los
zapatos de su padre. Cuando leo a David en este libro vuelvo a Julio
Verne. David escribe Jules porque sabe de lo que habla -o escribe-.
Yo pienso en el filósofo que lleva sus americanas a la tintorería
con el cambio de temporada y espera encontrarse algún billete de
veinte euros con el que pagar una ronda. El libro de David tiene algo
de mapa del tesoro, de contrabando de té -hay mucho té en el libro,
como un recuerdo a las compañías que surcaban el camino de las
Indias-, aunque también, con las personas de verbo, podría
trasladarnos a la Manila de Gil de Biedma, cambiando la bolsita por
el tabaco.
Un libro que atrapa los versos que sobrevuelan, que habla
de la persona que uno no es o de la persona en la que uno ve que se
ha convertido (“desde el lugar extraño que siempre es/vivir dos
veces: tarde y temprano.”), hay un guiño rockero a cuando la vída
era marrón y circulaba con la parsimonia de la resina a través de
un canal de blues en Epitalamio (“Que tirar de las sábanas es tan
antiguo como el mundo”), vuelvo a la locura de Janni Dakkar que
recorre los fondos submarinos como si fueran montañas de locura (“El
mar tiene laberintos dentro/que recuerdan el fracaso de los hombres”)
y esa ondina que alimentó a la vez a Servando Carvallar e hizo
callar a Antonio Luque (“El río trae el ruido de alguien/que llama
a alguien”). David corrige y usa lápiz de punta afilada, mezcla el
rojo con el negro, el tapiz con el que sueña se deshace cada vez que
despierta y contempla la utopía también deshecha. Caminando como un
poeta sin trabajo en un mundo steampunk (“Llueve como solo llueve
en la literatura fantástica”), como si el último rapsoda fuera
Paolo Bacigalupi y el amor y los poemas se midieran con créditos de
la República -la de Palpatine, no se confundan-, y el arte un
recuerdo que se conservara en los únicos museos permitidos, los de
antropología (“vivir sabiéndol/debería ser el estado de las
cosas”). Jean Luc Godard en Todo va bien, el cuaderno donde se
conserva el amor antes de que arda. Un libro, este de David Mayor,
que avisa de la distopía, que nos ayudará a salir de ella. Manual
de instrucciones para un juego que solo habíamos visto en las
estanterías.
Gracias al poeta y amigo Enrique Cebrián que me regaló este libro (todavía te debo uno)